sábado 13 de diciembre de 2025

Noticias | 12 Dec

Sociedad

Vivir del basural

Así crecen los niños y adolescentes que comen, juegan y se visten con lo que otros tiran


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Ciudad de Neuquén.- Hace una hora que el sol salió sobre la meseta donde se extiende el basural a cielo abierto de Neuquén

 

. Maia, de 9, y sus hermanos, de 11 y 7, intentan calentarse con una fogata. Gisel, la madre, hurga entre bolsas que huelen a fruta rancia y carne podrida. Ahí, a 20 minutos de la ciudad capital de la provincia de Neuquén y a 100 kilómetros de Vaca Muerta, la cuenca donde se encuentra una de las mayores reservas mundiales de gas y petróleo no convencionales, hay más niños entre hierros retorcidos, vidrios y desperdicios que se acumulan en un predio de cinco hectáreas.

 

El horizonte es solo desechos. —Ma, ¿puedo cachurear? —pregunta Maia, que se levanta y agarra dos palos. No le gusta tocar las bolsas húmedas. Para abrirlas, se ayuda con los palos. Busca juguetes y uñas de acrílico que descartan los locales de belleza. Pero hoy quiere algo para vender. Está ahorrando dinero para comprarle un regalo a su madre. Hace cuentas, es buena en matemáticas, en la escuela tiene un 9 de promedio. Sus hermanos se quedan frente al fuego.

 

El más chico tiene sueño y el mayor está enojado: no le gusta estar ahí. Un poco más allá, dos adolescentes cargan en un carro de madera cartones, cables y hierros. —Cachureá cerca mío— le responde Gisel, que encuentra un guante agujereado, se lo pone y aprovecha para meter la mano en una bolsa: cachurea, es decir, busca latas, cables de cobre, materiales para vender.

 

Calcula que antes del mediodía llegará el camión con desechos del supermercado. Los alimentos congelados y enlatados son los que más aprovecha. Quizás esa noche puedan volver a comer carne, después de lavarla bien y de freírla, como hacen siempre que consiguen pollo, cerdo o carne vacuna.

 

Desde arriba de la montaña de basura, a unos 300 metros de distancia, se ve su barrio, Manzana 34, una cuadrícula de calles de tierra y lotes con casillas de madera, chapa y algo de ladrillo. Allí viven unas 400 familias. A muchas de ellas, el basural les permite sobrevivir: encuentran desde comida hasta útiles escolares, juguetes, muebles y materiales que revenden o usan para levantar sus casillas.

 

Pegados. El barrio Manzana 34 está a 300 metros del basural a cielo abierto, que ocupa unas cinco hectáreas; muchas de las 400 familias que habitan el lugar viven de lo que encuentran entre los residuos; el predio está a 20 minutos de la capital de Neuquén y a 100 kilómetros de Vaca Muerta

 

Acá, la vida de los chicos gira en torno a lo que otros descartan. Pasa en Neuquén y en cientos de centros urbanos de la Argentina: 150.000 niños y adolescentes crecen a menos de 300 metros de un basural y en hogares donde el dinero no alcanza para lo más básico, la comida. Son chicos que tienen muchas probabilidades de pasar hambre o saltearse la cena, abandonar la escuela o terminarla sin haber aprendido lo indispensable. Son chicos que muchas veces no festejan su cumpleaños ni tienen una cama para ellos solos, como lo reveló un informe del Barómetro de la Deuda Social de la Infancia de la Universidad Católica Argentina (UCA).

 

El mercadito del descarte

 

Es la tarde de un viernes de primavera en Manzana 34 y es difícil escaparle al calor. Los pocos árboles que hay son tan jóvenes que no reparan del sol. El olor ácido del basural llega con la brisa caliente. Gisel toma un mate dulce en la casa de su vecina, Johana, de 34, que tiene cuatro niños de entre 9 y 15 años. Cuentan que a sus hogares los construyeron con lo que recuperaron del basural: chapas, cartón, plástico y restos de demolición. Las camas de sus hijos están hechas con palets de madera. Un cortinado negro divide el espacio donde duermen los chicos del comedor. En el comedor hay una mesa, un sillón, una salamandra y un catre sobre el que cuelgan tres osos de peluche derruidos. Todo salió del basural.

 

Gisel bosteza. Estuvo cachureando junto a su pareja desde las 12 de la noche hasta las 7 de la mañana. Esta vez, los chicos pudieron quedar al cuidado de su hermana. Las latas de aluminio que recolectó las vendió a los chatarreros que llegan hasta el lugar en camionetas y suelen comprar los materiales que encuentran las familias. Le alcanzó para un paquete de fideos y un puré de tomate para la cena.

 

“Ayer solo tenía dos latas de atún que encontré en la basura. Los nenes se quedaron con hambre”, dice. Está contenta porque ahora tiene qué darles de comer. También porque encontró ropa que venderá en la feria de un barrio lindero. Con lo que gane, va a comprar carne y fiambre en el grupo de WhatsApp del barrio: “Cuando un vecino encuentra en el basural comida en buen estado pero en cantidad, lo que no come lo ofrece en este grupo. Es como un mercadito online”.

 

Niños y adolescentes. Un joven carga un televisor de pantalla plana que acaba de rescatar para llevarlo a su casa, a tres cuadras del basural; Catalina, de 2 años, camina por el patio de su casa, construída con chapas, cartones y materiales del volcadero; arriba de un colchón sobre el que cuelgan tres osos de peluche descartados, descansan Ethan y Eduardo

 

Maia llega con sus hermanos y los hijos de Johana del colegio al que van por la tarde. Son un corrillo de energía. Cuentan que les dieron mandarinas para llevar a sus casas, que el micro escolar pinchó, que hoy tienen fútbol. Thiago, el hijo de Johana de 9, es el mejor amigo de Agustín, el hijo mayor de Gisel. Encienden la televisión en un canal de música y tiran la mochila en un rincón. Johana dice que la tele la encontró en el basural, que solo tenía el cable roto.

 

“Las cartucheras que llevan a la escuela también. Son viejitas, pero están perfectas y hasta las encontramos llenas de lápices de colores”, cuenta. Los chicos escuchan a sus madres hablar del basural y se suman. “Una vez encontré un juego de mesa”. “Yo el cuadro de una bicicleta”. “Y yo una pelota. También un arbolito de Navidad”. “Y yo el pie de un muerto”.

 

Los niños se ríen pero se produce un silencio. Gisel aclara que era un pie diseccionado. Dice que los hospitales tiran la basura en bolsas rojas, con fetos, gasas ensangrentadas y jeringas. Agustín se pone serio: “Es un asco, no hay que abrir esas bolsas”. Después sale corriendo junto al resto de los niños. En unos minutos arranca la escuelita de fútbol del barrio. Hoy no hay viento y podrán jugar. A los minutos, Maia vuelve con la maqueta de un volcán de cartón y papel de diario que hizo para la escuela con material del basural.

 

Su madre cuenta orgullosa que es de las cinco mejores de su clase, que dio una lección sobre fracking frente a todos. Maia muestra más cosas que encontró: uñas de porcelana y un par de diarios íntimos infantiles con candado de los que arrancó las hojas usadas. En uno de ellos escribió: “Hoy en la escuela comí ensalada y yogur con cereales”.

 

Rodeados de residuos. Los días de viento, el alambrado de la cancha de fútbol ataja las bolsas que llegan desde el basural; los vecinos de Manzana 34 comparten un grupo de WhatsApp donde venden o intercambian alimentos vencidos que encuentran en el volcadero; hasta hace un mes, cuando su marido consiguió trabajo en un aserradero, Johana iba a la montaña de desechos a buscar metales para revender y comprar comida para sus cuatro hijos, de entre 9 y 15 años

 

“El hambre es más urgente”

 

Cuando un chico no recibe alimentos ricos en nutrientes porque su familia no tiene suficientes ingresos para darle las cuatro comidas, está por debajo de la línea de la indigencia. En el país, lo sufren 1.200.000 chicos de hasta 17. De ellos, 150.000 viven a menos de 300 metros de un basural, según el análisis realizado por el equipo de periodistas de LA NACION DATA en base a la Encuesta Permanente de Hogares del segundo trimestre de 2025. Nazarena Bauso, investigadora de la UCA, explica que la pobreza no se mide solo por la cantidad de ingresos, sino por cómo se vive.

 

Lo resume así: un chico que está expuesto a un basural y no se alimenta bien, se enferma más; uno que comparte su cama con un hermano y no tiene un espacio para estudiar o jugar, no desarrolla su intimidad; un adolescente que deja la escuela para trabajar a la par de sus padres en un basural, no conocerá otras realidades posibles, como la de aspirar a un empleo formal. “Al llevarlos al basural, los padres no se dan cuenta de todo eso porque el hambre es más urgente”, afirma.

 

En medio del barrio de calles de tierra color cobre y pedregullo gris, se destaca un lote de 100 metros por 70 cubierto de un césped sintético verde furioso. Dicen que es el corazón del barrio: la cancha de fútbol del Club Deportivo La Colonia. Allí, dentro de media hora, de 18 a 21, unos 140 chicos jugarán y tomarán la merienda. Para algunos, esa merienda será su cena. Al club lo fundaron varios padres en 2023, con la idea de que los chicos no estuvieran cachureando.

 

Hasta febrero pasado, era un rectángulo de pedregullo con cuatro arcos. Pero la Municipalidad de Neuquén les dio el césped y un alambrado perimetral. Los días de viento fuerte el cerco se tapiza de bolsas de plástico. Cuando el humo del basural lo cubre todo, el fútbol se suspende. El basural, a solo 300 metros de allí, es una meseta humeante. Hoy no hay viento, pero a la cancha llega el olor de los cables que allí arriba alguien quema para obtener el filamento de cobre, que tiene valor de reventa. Los vecinos dicen que lo peor es cuando se incendia la basura por la explosión de algún aerosol: el humo ácido quema la garganta.

 

Escenas de abandono. Desde el club al que van unos 140 chicos, el basural se ve como una meseta humeante: allí arriba suelen quemar cables para obtener los filamentos de cobre, que tienen valor de reventa; un aro de básquet recuperado del cuelga en la entrada de la casa de Gisel; Ethan, uno de los hijos de Johana, descansa sobre un sillón que alguien descartó

 

“Ahí se ven los monitos”

 

A los camiones que traen la basura de la ciudad se los ve remontar la meseta, volcar todo e irse. “Ahí se ven los monitos”, dice Johana y señala al basural desde la vista que ofrece la escuelita de fútbol. Se refiere a los chicos que saltan sobre los camiones para conseguir el mejor lote de la mercadería vencida que tiran los supermercados. Cuenta que una vez un nene perdió cuatro dedos y que hace unos años, un chico murió atropellado.

 

“Los camiones no miran si hay chicos entre la basura”, se indigna. Hasta hace un par de meses, Johana solía cachurear con sus cuatro hijos. “Con el basural hice mi casa y los alimenté, pero gracias a Dios mi pareja consiguió un trabajo en un aserradero y pudimos dejar el basural”, relata. Los niños y adolescentes son los más afectados por esas condiciones de vida, por el aire que respiran, lo que comen, el entorno donde juegan o trabajan junto a sus padres:

 

“Sufren accidentes, lo más leve, cortes con vidrios. Tienen problemas respiratorios, enfermedades gastrointestinales y alergias en la piel”, enumera Ignacio Veltri, médico responsable de un puesto de salud montado en un contenedor, a metros del basural. Atiende dos días a la semana y los sábados. “Muchos padres van con los chicos porque no tienen dónde dejarlos.

 

Cuando hay tantas carencias es mejor no juzgar y ayudar”, dice. Veltri y un grupo de médicos y estudiantes voluntarios de la Universidad Nacional del Comahue tuvieron la iniciativa de instalar ese trailer con el objetivo de que al menos esos chicos accedan tanto a curaciones o tratamientos por estar en contacto con la basura como a vacunas y chequeos periódicos.

<span class=nd-epigrafe-etiqueta>Vulnerabilidad. </span> En Manzana 34, como en muchos barrios populares que se conforman alrededor de los basurales, hay pocos o ningún servicio; viven sin gas ni red de cloacas
Vulnerabilidad. En Manzana 34, como en muchos barrios populares que se conforman alrededor de los basurales, hay pocos o ningún servicio; viven sin gas ni red de cloacas

 

En la Argentina hay alrededor de 6467 villas y asentamientos, barrios vulnerables como Manzana 34, que en su mayoría se forman cerca de basurales. En total, allí viven alrededor de 5 millones de personas, en general sin acceso formal a servicios básicos. “Siete de cada 10 barrios populares están expuestos a algún factor de riesgo ambiental, desde grandes a microbasurales”, asegura María Delia Porta, directora del centro de investigación e innovación de Techo, una organización sin fines de lucro que trabaja por mejorar las condiciones de vida de los barrios vulnerables.

 

 

El 46% de las personas que viven ahí son menores de 20 años, por lo que los niños, niñas y adolescentes son los más expuestos a los riesgos asociados. “No es una problemática aislada, sino estructural. Por eso, requiere un abordaje integral y conjunto, entre vecinos, organizaciones, empresas y Estado”, dice Porta.

 

 

Cotidianeidad. Una niña juega a maquillarse con una paleta de rubores que encontró en el basural. Gisel (abajo a la izquierda) va con sus hijos al basural cuando no puede dejarlos con nadie; busca latas de aluminio para revender o comida enlatada

 

Realmente invisibilizados

 

Maia, sus hermanos y los hijos de Johana les dicen a sus madres que ya es hora de ir al club. Las mujeres hablan de lo que sueñan para ellos. Un empleo estable, que sean felices. Gisel afirma que quiere dejar el basural, como Johana, y comenzar un emprendimiento de pastelería. Lo cuenta y muestra fotos de tortas que alguna vez preparó. Maia también quiere ser pastelera. “Lo difícil es esperar a que se enfríe la tarta de manzana, huele tan rica”, dice la niña marcando la r de rica, alargando la i, cerrando los ojos y suspirando como si la tuviera enfrente.

 

Los demás chicos hablan de ser futbolista, arquitecto, policía. En el país, hay unos 5000 basurales a cielo abierto. En muchos, al estar cerca de zonas urbanas, se puede ver a chicos hurgando entre los residuos. Pasa en Tucumán, la provincia donde es récord el porcentaje de niños y adolescentes (5%) que viven en hogares indigentes y a pasos de un vertedero. También en la provincia de Buenos Aires, donde por su población, se registra la mayor cantidad de chicos expuestos a esas dos variables: unos 90.000 mil, según el análisis de LA NACION Data.

 

En Salta, sobre el basural San Javier, cada vez más adolescentes con problemas de adicciones acampan en tiendas hechas con palos y bolsas de plástico. En el de Neuquén también suele haber carpas ocupadas por jóvenes que consumen. Desde hace unos meses, en una carpa hecha de pedazos de bolsas, vive una mujer con sus tres hijos. “Los chicos que transitan o trabajan en basurales están invisibilizados”, afirma Sebastián Medina, jefe de Gabinete de la Defensoría de las Niñas, Niños y Adolescentes de la Nación.

 

Asegura que tras un relevamiento en 11 basurales a cielo abierto, detectaron que no existen protocolos de intervención por parte del Estado para evitar que estos chicos lleven una vida tan alejada de los derechos que consagra la Convención sobre los Derechos del Niño, que en la Argentina tiene rango constitucional. En un informe publicado a principios de este año son categóricos: “El trabajo de niños, niñas y adolescentes en los basurales es una de las peores formas de trabajo infantil”.

 

Y remarcan que, si bien en el país existen herramientas legales para intervenir y proteger a un chico cuando está en situación de calle o sufre violencia por parte de su familia, no hay un instrumento estandarizado para impedir que siga ocurriendo algo sobre lo que se tiene conocimiento: que miles de ellos viven de la basura. Por eso, volcaron en un documento recomendaciones para que los gobiernos municipales, provinciales y nacional se comprometan a crear espacios de cuidado para chicos cuyos padres trabajan en basurales mientras se avanza con un plan para cerrarlos y fomentar otras oportunidades de empleo.

 

Desde el gobierno nacional argumentaron que, según la Ley 26.061, la responsabilidad primaria de esos niños y adolescentes corresponde a los gobiernos provinciales, mientras que el Estado nacional se limita a “ejercer funciones de rectoría” y en algunas circunstancias de “financiación”. Ante la pregunta de si se prevé una política para asistirlos, solo respondieron que ya rigen “diferentes programas de cuidado como, por ejemplo, los centros de primera infancia”.

 

Sobre el basural lindero a Manzana 34, desde la gobernación de Neuquén prefirieron no dar definiciones. Mientras que desde la Municipalidad de la ciudad de Neuquén, Luciana de Giovanetti, de la Secretaría de Derechos Humanos y Relaciones Institucionales, indicó: “Es el gobierno provincial el responsable de desplegar medidas de protección tanto de menores como de adultos”.

 

Además, sostuvo que, a raíz del boom de Vaca Muerta, la ciudad recibe entre 10 y 15 familias por semana, lo que hace más compleja la problemática. “Nosotros no trabajamos directamente con los chicos que van al basural en lo que tiene que ver con asistencia. Sí recabamos información sobre la vulneración de derechos de los chicos”, explicó. Consultada sobre la cantidad de niños que asisten al basural, dijo que “no hay una estadística”.

 

Un mal día y un buen día en el basural

 

Es sábado al mediodía en el basural de Neuquén y el sol quema. Si se le suma el viento patagónico, se siente como el infierno. Abajo, en el barrio, Maia y sus hermanos se quedan dentro de su casa. Los hijos de Johana, también. No hay niños en la calle. En una hora se declarará una alerta amarilla por vientos. Pero ahora, en la meseta de desechos, se empieza a levantar una ventisca que tiñe el aire del color cobre de la tierra y un sinfín de bolsas plásticas se lanzan sobre los cuerpos de las personas que revisan los montículos.

 

Dos niños delgados, de 11 y 14 años, entrecierran los ojos por el viento y cargan sobre el hombro dos sacos de arpillera llenos del trabajo de horas. Alguien diría que tuvieron un “buen día”. Para Maia, un “buen día” en el basural es cuando encuentra uñas postizas o maquillaje. O esa vez que encontró una cadenita de oro. Un “mal día” fue la mañana en la que su madre se pinchó con una jeringa. O aquella vez que “un monito” se lastimó los dedos. Pero Maia prefiere hablar del sueño que comparte con su madre. De tartas de manzana, de la crema blanca y dulce, del perfume de la vainilla.

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